Visitas a urgencias

Es cierto que no hemos sido de ir mucho a urgencias con las txikis; en general no ha habido muchas situaciones en que no supiésemos qué hacer o que la cosa fuese tan urgente que no pudiese esperar a visitar a su pediatra. Sin embargo, las que hemos ido, han sido bastante memorables.

Empezamos con Hija1 de casi 2 años, con un fiebrón de 39,5 que no había manera de bajarle; así que yo embarazada a poco de dar a luz a Hija2, con la enana y Aita nos plantamos allá un sábado sobre las 7 de la tarde. Había estado Hija1 todo el día rarica, mantuda y con ganas de nada, pero fue llegar a urgencias, ver el ambientillo que había en la sala de espera con una familia de 15 integrantes que habían ido con un niño, y oye, ¡que se sumó a la fiesta! Hablaba con unos, con otros, y como era así, salada, pues se los metió a todos en el bolsillo, hasta el punto que el patriarca le dejó el móvil para verla hacer como que hablaba… Ella, animadora de masas.

Como siempre me pasa en estas cosas, me toca la enfermera cansada, después de un turno interminable, con la paciencia en mínimos. Viendo a Hija1 manejando el cotarro de la sala de espera, lo primero que nos dice: “esta niña no tiene fiebre”. Y yo, que en este tipo de situaciones tiendo a ser prudente, y nunca digo que soy sanitaria, con toda la suavidad que puedo: “me gustaría que lo comprobases, en casa no podíamos bajarle de 39,5”. A regañadientes le pone el termómetro, y 39,7. Ahí, pulverizando récords. “Ay, es que la veía de tan buen temple…”. La miran, la remiran, y una otitis como para lo nuestro. La fiebre no fue a más, le dieron un chute de algo, y a seguir triunfando.

Otra de las veces, estábamos de paseo con Hija1 (Hija2 todavía no había asomado), y haciendo el tonto se quedó colgando de un brazo de una de nuestras manos. Lloró, pero se le pasó. La cosa es que luego no usaba el brazo derecho (ella es diestra), y si le movíamos lloraba, así que vuelta a urgencias. Pues nada, la colega ¡se había sacado el codo! Nosotros (padres primerizos), super apurados, hasta que la pediatra de urgencias nos dijo que era algo bastante habitual, que tan txikis tienen las articulaciones más laxas, y que se les puede salir con cierta facilidad, y que era algo que duraría hasta los 6-7 años; todo muy tranquilizador… La cosa es que le hicieron la maniobra “tracatrá” y se lo metieron de una; y a Hija1 le cambió la cara, de hecho salió aplaudiendo de urgencias.

A lo largo de su niñez tuvimos que ir más veces a urgencias a que le recolocasen los codos; una vez los dos, por bruta (era muy de colgarse de los sitios, de las personas…); se colgaba de algún sitio, hacía un mal gesto y ya teníamos el lío montado… La última vez fue en una siesta con 7 años que hizo un mal gesto acomodándose para dormir y tuvimos la última visita al coloca-codos; eso sí, Nochevieja a las 4 de la tarde, muy oportuno todo.

Con Hija2 fueron menos, pero más aparatosas.

Como padres más experimentados, lidiábamos con las cosas con más arte. Además Hija2 no acostumbraba a sacarse los codos, así, por afición.

Pero hizo cosas que Hija1 no había ni pensado.

En una ocasión, andaba con mocos y así, y antes de acostarla fui a limpiarle la nariz con suero, para sacarle todo aquello y que descansase la chiquilla. Bien. Le pongo la cabeza de medio lado, le meto el chute de suero, y no salió ni un moco, pero sí un trozo de pañuelo de papel… Ante tal descubrimiento, decido mirarle las fosas nasales y ¡oh, sorpresa! había ahí papel para el que quisiera. Con toda la paciencia del mundo le fui sacando con unas pinzas a ver si aquello salía, pero tras sacar 4 pelotillas, vi que no iba a ser posible, y que igual le metía más adentro, así que a urgencias.

Niña, 14 meses, cuerpo extraño en fosas nasales. Y allí, 11 de la noche, ella con ganas de fiesta, mi señora madre que vive al lado vino a hacerme compañía, y a esperar. En esto, Hija2 comenzó a estornudar, y al cabo de media hora sacó un bolo de papel por la boca del tamaño de un guisante, pero un guisante majo. Avisé a la enfermera, que le dio la risa (aunque era turno de noche, lo llevaba bien), le revisaron y no quedaba nada. Para casa. Por lo visto, en un rato que no sabía qué hacer, la colega había cogido pelotillas de papel y se las había ido metiendo a la nariz, no sé si a ver cuántas cabían o cuál era el objetivo…

Otro día, con dos años y medio decidió que saltar en el sofá era buena idea, y cayó de cabeza contra la mesita de centro. Fue buen golpe, nos asustamos y decidimos llevarla. En esta ocasión fue con el Aita, y le volvió a tocar la enfermera cansada y que por lo visto no sabe cómo funcionan los niños, porque le dijo algo así como que era un exagerado, y que a los niños hay que vigilarlos. Gracias, maja, que no sabíamos.

Y la verdad es que poco más hemos tenido (cruzaremos los dedos). Ni brechas, ni fracturas, ni esguinces… y no es que sean niñas que se están quietas, realmente… No les ha tocado de momento.

Eso sí, quitando la ironía de “la enfermera cansada”, he de decir que todas las veces nos hemos encontrado con grandes profesionales. Que aunque estuvieran cansados de turnos largos y a veces difíciles, te atienden de buenas maneras (y reconozco que a veces cuesta un esfuerzo, ¡somos humanos!).

Así que gracias a la sanidad pública por estar ahí cuando se les necesita.

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