¡Que yo me sé el camino!

Si hay algo que nos gusta en casa es aprovechar un fin de semana o unas vacaciones para huir (sí, huir, salimos siempre corriendo) de la ciudad o de la rutina, e irnos a respirar un poco de aire puro al monte, con las cabras.

Y he aquí una soleada Semana Santa que nos fuimos a un pueblo norteño de Navarra a pasar unos días y aprovechar y hacer alguna cima, o al menos pasearnos por las alturas.

Teníamos una cima que queríamos hacer bastante clara, bastante accesible y bastante cercana.

Así que nada, el día anterior a enfrentar el desafío, preparamos ruta (que ya conocíamos, la habíamos hecho hacía 2 veranos Aita y yo), preparamos mochilas, y nos mentalizamos.

Nos levantamos a la hora estipulada, y fuimos a la zona desde donde empezaríamos el ascenso. Hija1 e Hija2 iban bastante motivadas… y ligeras, que las mochilas las llevábamos Aita y yo, por no cansarlas en demasía, que luego no se aguantan ni ellas.

Cielo despejado, ligero viento de componente Norte, y un poco de fresquele (a casi 2000 metros en el Pirineo, primeros de abril, es lo que tiene).

En principio iba a ser una ruta de más o menos una hora hasta la cima, y algo parecido de vuelta; esperábamos algo más por esto de ir con las txikis, que con su afición a la fotografía, son capaces de sacar 20 fotos a una piedra en concreto, pero bueno, dentro de lo “normal”.

Para los que no soléis ir al monte, contaros que hay rutas que están marcadas, bien por los ayuntamientos, por la Federación de Montaña del lugar que toque… Suelen ser con una raya blanca y otra de color rojo, amarillo o verde, dependiendo de la longitud de la ruta (gran recorrido, pequeño recorrido o sendero local).

Digo esto, por que a las txikis les hemos enseñado a buscar las señales (suelen estar pintadas en árboles o rocas, y a veces incluso ponen postes), y a interpretarlas y seguirlas.

Así que allí íbamos los cuatro expedicionarios, siguiendo las marcas, cuando de pronto nos encontramos ante una encrucijada. Hacia la derecha, la marca normal; hacia la izquierda, una X.

Hija1: “Aita, marca hacia la derecha”.

Aita: “Ya, pero cuando lo hicimos Ama y yo fuimos hacia la izquierda y llegamos bien”.

Hija2: “Pero Aita, ¡que la marca es hacia el otro lado!” (qué bien enseñadicas, joder).

Aita: “Que no, que se habrán equivocado, que fuimos por aquí”.

Yo: “Eh… Cariño, sé que fuimos hacia la izquierda, pero yo creo que por la derecha está más claro…”.

Aita: “Que no, que es por aquí, por la izquierda. Llegábamos a ese collado, que daba bastante viento, y luego rodeaba un poco y ¡para arriba!”.

Pues nada, tan seguro parecía que terminamos haciéndole caso…

Llegamos al collado, donde efectivamente pegaba un viento que casi salimos volando, frío que te cagas, y tiramos para arriba. Seguimos el camino que veíamos (evidentemente ya sin marcas, porque antes de llegar aquí HABÍA UNA X), y así de repente, llegamos a una pala de hielo que ríete tú del Perito Moreno.

Típica situación en que, si voy sola con Aita, le pego cuatro voces, incluida la de “¿¡ves cómo había que seguir las marcas!?”, pero nos la jugamos y pasamos. Pero con Hija1 e Hija2, no nos la jugamos, da bastante más miedo meterte en liadas con ellas, será el instinto materno-paternal, pero agobia bastante. Así que fuimos de lateral, a ver si encontrábamos la posibilidad de llegar a cima (estábamos a nada; pero a nada de nada). Con tan buena suerte que hacia el otro lado nos metimos en otro marrón txupi piruleta, en forma de cascajera; piedricas sueltas, que iban cayendo, nos resbalábamos… un sin fin de emociones.

Entre el frío, el viento, las txikis un poco agobiadas, y yo un poco más… Se vivieron momentos tensos (pero siempre desde el cariño). Así que tras mirar opciones, decidimos ir bajando y despidiéndonos poco a poco del marrón en el que nos habíamos metido, y volver al buen camino. Así que descendimos como pudimos, y nos reencontramos con la senda verdadera.

Por fin logramos coronar cima, para alegría de los cuatro. Lo adornamos casi con una hora, pero no pasa nada (al día siguiente ya veríamos, que las agujetas prometían… y efectivamente, cumplieron). Bajamos un trecho, nos resguardamos del viento y nos comimos el merecido almuerzo, entre bromas con Aita sobre marrones y cabezonerías.

Tras esto, terminamos de bajar hasta el coche sin más incidencias, pero el recuerdo del marroncete se les quedó bastante grabado.

Así que con ellas, y entre risas, sacamos algunas conclusiones:

  1. Aita no siempre tiene razón; yo esto ya lo sabía, ¡vaya si lo sabía! pero ellas merecían descubrirlo por sí mismas.
  2. El monte no es igual en distintas épocas del año.
  3. Solos, nos metemos en marrones, con hijas nos lo pensamos.
  4. Las marcas en el monte no están equivocadas, y hay que seguirlas.
  5. “Hace 2 años hice este monte, yo me sé el camino” no es argumento de peso frente a unas señales puestas por gente que conoce la zona.

1 comentario de “¡Que yo me sé el camino!”

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