Con esto de la pandemia, la limitación para salir y estas cosas, sobre todo cuando estábamos más encerrados, a Hija1 e Hija2 les dio por investigar las fotos desde que eran bebotes recién nacidos.
Aclaración: digo bebotes, porque mis hijas nunca fueron bebés o bebitos. Con 3,800 y 4.200 kg respectivamente, de bebitos tenían poco. En el mismo nido en maternidad había niños de 3 kg raspados, o 2.800 y mis txikis parecían sus madres…
Dicho esto, continúo. Ante las fotos en maternidad, con los abuelos, los tíos, bisabuelas y demás, han querido saber de su origen, y de cómo fueron sus nacimientos. Esto me ha dado la idea para este post y el siguiente.
Aquí me surge una pregunta: a mis hijas, inocentes todavía ellas, y debutantes en esto de la vida, les he contado la versión más light, con las maravillas de la maternidad y su llegada al mundo, todo maravilloso; son pequeñas, ya habrá tiempo para explicarles todo en detalle… Pero aquí va a ir la versión más real, así que… escrupulosillos, pueden dejarlo aquí.
Y es que esto es así, amigos. Existe la versión edulcorada, de que el parto es lo mejor que me ha pasado nunca, y la realista, en la que se incluyen las palabrotas y groserías que todas (o casi todas), hemos pensado o dicho en el momento del parto.
No estoy diciendo que la maternidad no sea de las mejores cosas que me han pasado, ¡ojo! Estoy diciendo que el momento del parto… pues se podría mejorar, sinceramente. A veces me tachan de ser demasiado sincera cuando hablo de este momento, pero es que creo que ya nos hemos mentido suficiente unas a otras, e incluso nuestro cerebro, eliminando las peores sensaciones del trance. Según y cómo, resulta hasta cierto punto incluso violento y poco humanizado (me consta que las cosas han ido cambiando y mejorando, por fortuna).
Empezamos, pues, por Hija1.
Situación de inicio: madre y padre primerizos, abuelos y abuelas primerizos, tíos y tías primerizos. No había casi nervios, como podréis sospechar…
Ante esta situación, y con mi “síndrome de la bata blanca” (me sube la tensión arterial cuando voy al médico, luego la tengo perfecta), nos mandan a la consulta de embarazo de riesgo, en la semana 38 (que manda huevos el nombre, ya de primeras no tranquiliza), por peligro de preeclampsia. Y la ginecóloga, con todo su papo moreno, sin anestesia, nos dice a mi chico y a mí que ingresamos al día siguiente para provocar el parto. ¿Susto? No. ¿Pánico? Se acerca. ¿Terror incontrolable? Puede ser una buena definición.
Yo creo que fue de la impresión, esa misma tarde comencé con contracciones. Hija1 siempre ha sido de ideas fijas: a ella no le sacaban, ella salía porque quería.
Así que decidimos cenar, y subir tranquilamente a Urgencias. Nos cenamos (con un par) una pizza 4 quesos. Yo no soy de dar muchos consejos, pero os voy a dar alguno. Primer consejo: Horas antes del parto no cenes una pizza 4 quesos; mientras haces fuerza para sacar a la criatura notarás su sabor subiendo y bajando por el esófago, una experiencia inolvidable.
Pues nada, sobre las 23.30 ingresé en maternidad. Aquí tuve un encuentro con una enfermera que recordaría durante mucho tiempo. Tras jactarse de que cuando ponía la vía, siempre cogía vena a la primera, al cabo de 8 pinchazos entre los dos brazos, llamó a una compañera que me la cogió a la primera. Unas cuantas palabras inapropiadas vinieron a mi, pero todavía podía controlar mis impulsos (¡todavía!).
Como no tenía mucha intención de dilatar (por lo visto), nos mandaron a una habitación a descansar y tratar de dormir. En esas circunstancias, y ante la inmediatez (no tanta como descubriría más adelante) del gran momento, sin un dardo tranquilizante, lo máximo que pudimos fue dormitar.
Con este previo, a las 8.00 nos llevaron a la zona de partos, a una habitación donde tendría que ir dilatando, y cuando estuviese lista, me pasarían al paritorio. Firma de documentos varios (consentimiento informado, anestesia, y no sé cuántas cosas más), y a dejar pasar el tiempo, y que Hija1 se digne a hacer acto de presencia…
Habíamos informado a ambas familias de que ya estábamos en ello, prohibiendo terminantemente que asomasen por allí el morro (además que no dejaban pasar); así que cada cierto tiempo, mi compañero salía a hacer ronda de llamadas: “sí, aquí seguimos”, “ya le han puesto la oxitocina, pero va lento”, “estamos dilatados de 5, hasta que lleguemos a 10, nada” (ahí, ahí, somos un equipo… cuando hablaba en plural, pero la que estaba apretando los dientes con las contracciones era yo, alguna que otra palabrota ya salía, ya).
A todo esto, siendo un jueves, por supuesto había estudiantes, gente de prácticas… así que venía la matrona, o en ocasiones la gine, con el séquito de estudiantes; y aquí la mendas, abiertica de piernas, pasen y vean… “¿de cuánto está?” “dilatada de 5” “¿seguro?” “déjame ver”. Vamos, un trasiego por la zona que ni la M30 en hora punta…
Tras comer (mi chico, porque a mí me daban un zumo de vez en cuando, y listo), me pusieron la epidural. A ver: bombo enorme, torpeza infinita, siéntate al borde de la cama (¿una grúa, por favor?), contracciones cada minuto… “estate quieta, maja, que voy a ponerte el catéter”. Voy.
La tarde continuaba avanzando. Lentamente. A veces intensamente. Mi chico, pobre, ya no sabía ni qué decirme, se dedicaba a indicarme, por los datos del monitor, cuándo llegaba la siguiente contracción; yo, con mi epidural, encantada de la vida.
Tras la cena (mi chico, yo seguía a zumos, y pocos), se me debió mover el catéter, y tuvieron que retirarme la anestesia epidural. Maravilloso; cuando más falta hacía, no me pudieron volver a poner. En este momento invoqué a todo el santoral, y algún despistado que pasaba por ahí también.
En ese momento, llegó una enfermera: “hay ahí fuera una señora preguntando por vosotros”. “¡Tu madre!” dijimos a la vez. Era la mía, que como mis padres vivían al lado del hospital, y ante la falta de noticias en las últimas 2 horas, estaban las dos familias de los nervios, hablando entre todos a ver qué pasaba.
Por fin, a medianoche, me llevaron al paritorio. Me pusieron anestesia raquídea para el momento, y me ayudaron entre todos a traer a Hija1 al mundo. Mi chico no pudo entrar, ya que el parto fue instrumentalizado, y no dejan entrar cuando es así, por el riesgo de que la pareja caiga redonda de la impresión, o le calce un golpe al que tira con tanto ahínco del churumbel para sacarlo del chu… mino.
Y te encuentras, desde la cintura dormida, pero con una sensación rara, como de que te estás haciendo de todo encima, pero no (y aunque te lo hagas, están más que acostumbrados). Hija1 que no se encajaba, así que un enfermero, auxiliar o no sé, encima mía empujando la tripa para encajar a la chiquilla. “¡Empuja!”. Empujo (o eso creo). “¡No empujes!”. No empujo (o eso creo, no noto nada). Y por fin: “venga, moza, ¡el último empujón!”. Y ahí salió. Oyes su primer llanto, entran al emocionado aita, te ponen encima a la txiki, y a llorar y a temblar. Todo el rato y sin control. Emoción en estado puro.
Que sí, que sufres, pasas rato de agobio, de susto… pero cuando te ponen a la txiki encima… es indescriptible.
De ahí a la habitación, y a empezar a conocernos. He de decir que el personal de la planta de maternidad, increíble. Agradables, con ganas de ayudar, de guiarte, de enseñarte…
Y nada, llega el día del alta, te ponen el paquetico en los brazos… ¡y hay que llevárselo! ¡que no se puede devolver! Ahí sí que entran los siete males.
Afortunadamente todo fue bien, Hija1 está creciendo estupendamente, y mal, mal, parece que no nos fue… de hecho ¡repetimos! Pero esto es una historia que contaré otro día…